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A lo mejor es que somos asín

Los escritos clásicos nunca pasan de una tasación más o menos realista de la tridimensionalidad. Presentaciones, nudos - incluso marineros- y desenlaces manifiestamente claros, impecables, nítidos. Son, a veces, muy agradables, pero no pasan de un entendimiento melífluo y empalagoso, facilón, entre escritor y lector (éste último se habrá dado cuenta de que el clasicismo al que me refiero no tiene nada que ver con el de Platón y compañía). Pero pasa lo que con los profesores que no te exigen, no dejan huella, no te invitan a un engrandecimiento, no te obligan a nada, sólo a padecer como un lector pasivo (hembra lo llamaría Cortázar, después muy arrepentido, pero certero en el concepto). Y que se me entienda la exigencia del maestro no como una imposición, sino como la invitación a una montaña diaria que hay que subir porque en la cima siempre hay un horizonte al que merece, siempre, la alegría subir. Entonces sucede que uno de esos lectores apoltronados llega hasta un cuchillo con forma de libro, y el libro le tritura el corazón, el alma y el estómago en tres partes que sirven para aniquilar las tres mismas partes que toda novela que se precie de ser un verdadero "mejor-vendedor" posee. Y parece como si la gran maquinaria también estuviera engulléndose a los cuchillos que son cortauñas, los asume como parte de su ensamblaje, y se consumen por las conciencias intelectualizadas tranquilas de millones de lectores. Y los que siempre han creído con fe catarática en los libros como bálsamo, en esa ampliación de la mente de la que hablaba Borges, se rinden y piensan, a lo mejor es que somos asín

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