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Rogelio Medialdea

Rogelio Medialdea se dedicaba a cobrar facturas para una funeraria. Era lo único que había encontrado después de que lo echaran de la tienda de recuerdos que él mismo había cofundado por robar una camiseta marrón que tenía dibujada una palmera en cuyo tronco la interjención Torremolinos destacaba en tonos dorados. La Añoranza, la funeraria, era pequeña, con descaradas pretensiones, las mismas que la suciedad que, sobre todo, tenía escrituras de propiedad. Trabajaba a partir de las tres de la tarde y sólo 45 minutos, le habían recomendado que así lo hiciera, era la hora más efectiva, los vapores de la digestión hacían bajar la guardia a los añorantes familiares que, al encontrar dificultades para inventar excusas, cedían resignados al pago. Su seriedad y su cicatriz nasolabial le facilitaban el trabajo, nunca había tenido problemas, el truco de la hora era bastante eficaz. Una tarde de agosto cogió su ford fiesta naranja como cada día, en verano se le amontonaba el trabajo, parecía que se pusieran de acuerdo para morir, para fastidiarle las siestas. Llegó hasta la dirección indicada distraído, mecánicamente, subió unas escaleras tan familiares que ni siquiera reparó en que acababa de tocar el timbre de su casa. Le abrió su mujer, vestida de un color intermedio entre el azul oscuro y el negro, lloraba abrazada a su hija menor. ¿Qué ha pasado? Nada, que te has muerto esta noche, ¿no te acuerdas? Estábamos viendo la tele cuando te sentiste mal, fuiste al baño y te caíste en el pasillo. Se tocó la cabeza Rogelio y tenía un chichón en la frente. Por cierto. ¿Qué haces aquí? Claro, nadie ha ido a recogerte. No te preocupes, vete para el cementerio y pregunta por Máximo, es el encargado de la incineración. ¿Por qué no me estáis velando? Porque se ha ido el aire acondicionado del tanatorio, en casa se está mejor. Que más da, si ya estás muerto. Anda vete que si no tendrás que esperar hasta mañana, y nosotros también. Rogelio obedeció tras pasar por la funeraria y dejar los últimos albaranes que completaría su sustituto. No le apetecía que le incineraran y dio un rodeo para llegar al cementerio. Cuando entró en la sala correspondiente ya estaban todos allí, se sentó en un banco de piedra fumando un ducados y esperó. Todos le miraban incómodos, inquietos. Vio como se iba su último día, o como venía el primero. Estaba nervioso, pero, por l menos iba a conocer a Dios.

 

1 comentario

Jonas -

Pero si ya ni en las funerarias se puede fumar y menos Ducados. Este es un relato de otro tiempo. Es una buena narración, eso sí.