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Nunca había mirado a los ojos al nacionalismo

Nunca había mirado a los ojos al nacionalismo. Estaba sentado frente a mí, con sus ojos, sus manos, sus tenis, sus pantalones vaqueros, todo tan parecido a mí y a la vez tan distinto. Le había visto muchas veces, siempre en la tele, porque a los del otro nacionalismo que parece que no existe, o no se les ve, o no se les ve igual, no se enfundan nada por ningún lado, no tienen ésa mirada obsesiva, no tienen ese pensamiento único. Pero éste ejemplar de nacionalismo tenía algo especial, irradiaba una suerte de desdén errante entre el desprecio y la ira contenida, una sensación que me provocaba una desazón cercana al complejo de culpabilidad por no utilizar el mismo código idiomático. Yo sé desde hace años que mi país es una farsa, lo que no sabía era que pudiera existir gente dispuesta a llevar esa farsa de enroscamientos de boína a la amigable conversación de una sobremesa, arrojando todo los cadáveres de represiones sobre un mantel de cuadros totalmente inocente.

 

 

El mar de Ojostk será el nuevo Mediterráneo. Los campos de Stalin serán visitados como atracciones turísticas.

 

 

 

Sobre la soberbia

No dejo de admirar la cualidad que poseen algunas personas para cambiar de forma de pensar en función de las conveniencias apremiantes. Y si esto lo llevamos a una discusión futbolística llegamos a situaciones de verdadero patetismo.

 

¿Tan complicado es admitir?

 

 

 

A lo mejor es que somos asín

Los escritos clásicos nunca pasan de una tasación más o menos realista de la tridimensionalidad. Presentaciones, nudos - incluso marineros- y desenlaces manifiestamente claros, impecables, nítidos. Son, a veces, muy agradables, pero no pasan de un entendimiento melífluo y empalagoso, facilón, entre escritor y lector (éste último se habrá dado cuenta de que el clasicismo al que me refiero no tiene nada que ver con el de Platón y compañía). Pero pasa lo que con los profesores que no te exigen, no dejan huella, no te invitan a un engrandecimiento, no te obligan a nada, sólo a padecer como un lector pasivo (hembra lo llamaría Cortázar, después muy arrepentido, pero certero en el concepto). Y que se me entienda la exigencia del maestro no como una imposición, sino como la invitación a una montaña diaria que hay que subir porque en la cima siempre hay un horizonte al que merece, siempre, la alegría subir. Entonces sucede que uno de esos lectores apoltronados llega hasta un cuchillo con forma de libro, y el libro le tritura el corazón, el alma y el estómago en tres partes que sirven para aniquilar las tres mismas partes que toda novela que se precie de ser un verdadero "mejor-vendedor" posee. Y parece como si la gran maquinaria también estuviera engulléndose a los cuchillos que son cortauñas, los asume como parte de su ensamblaje, y se consumen por las conciencias intelectualizadas tranquilas de millones de lectores. Y los que siempre han creído con fe catarática en los libros como bálsamo, en esa ampliación de la mente de la que hablaba Borges, se rinden y piensan, a lo mejor es que somos asín

Rogelio Medialdea

Rogelio Medialdea se dedicaba a cobrar facturas para una funeraria. Era lo único que había encontrado después de que lo echaran de la tienda de recuerdos que él mismo había cofundado por robar una camiseta marrón que tenía dibujada una palmera en cuyo tronco la interjención Torremolinos destacaba en tonos dorados. La Añoranza, la funeraria, era pequeña, con descaradas pretensiones, las mismas que la suciedad que, sobre todo, tenía escrituras de propiedad. Trabajaba a partir de las tres de la tarde y sólo 45 minutos, le habían recomendado que así lo hiciera, era la hora más efectiva, los vapores de la digestión hacían bajar la guardia a los añorantes familiares que, al encontrar dificultades para inventar excusas, cedían resignados al pago. Su seriedad y su cicatriz nasolabial le facilitaban el trabajo, nunca había tenido problemas, el truco de la hora era bastante eficaz. Una tarde de agosto cogió su ford fiesta naranja como cada día, en verano se le amontonaba el trabajo, parecía que se pusieran de acuerdo para morir, para fastidiarle las siestas. Llegó hasta la dirección indicada distraído, mecánicamente, subió unas escaleras tan familiares que ni siquiera reparó en que acababa de tocar el timbre de su casa. Le abrió su mujer, vestida de un color intermedio entre el azul oscuro y el negro, lloraba abrazada a su hija menor. ¿Qué ha pasado? Nada, que te has muerto esta noche, ¿no te acuerdas? Estábamos viendo la tele cuando te sentiste mal, fuiste al baño y te caíste en el pasillo. Se tocó la cabeza Rogelio y tenía un chichón en la frente. Por cierto. ¿Qué haces aquí? Claro, nadie ha ido a recogerte. No te preocupes, vete para el cementerio y pregunta por Máximo, es el encargado de la incineración. ¿Por qué no me estáis velando? Porque se ha ido el aire acondicionado del tanatorio, en casa se está mejor. Que más da, si ya estás muerto. Anda vete que si no tendrás que esperar hasta mañana, y nosotros también. Rogelio obedeció tras pasar por la funeraria y dejar los últimos albaranes que completaría su sustituto. No le apetecía que le incineraran y dio un rodeo para llegar al cementerio. Cuando entró en la sala correspondiente ya estaban todos allí, se sentó en un banco de piedra fumando un ducados y esperó. Todos le miraban incómodos, inquietos. Vio como se iba su último día, o como venía el primero. Estaba nervioso, pero, por l menos iba a conocer a Dios.

 

Identificaciones colectivas

Repasando mis identificaciones colectivas me encuentro envuelto por valores y símbolos que, desde mi supuesta razón, son su propia antítesis, y me doy cuenta de que, sin ellas, me resultaría más amargo el trascurso periódico día-noche. Durante bastante tiempo la anterior afirmación, evidentemente contradictoria, me producía enormes quebraderos de cabeza, confrontaciones interiores, purgas incontenibles de las que siempre quedaba un trasfondo del mismo amargor reseco que a veces vuelve. Y digo vuelve porque, aunque muchos de aquellos pogromos obtenían su victoria sin paliativos, en otras ocasiones eran llevados por mi dualidad a callejones sin salida, lagos helados a punto de resquebrajarse, muriendo sin contemplaciones. Supongo que todo lo anterior no es más que un proceso selectivo que ¿concluye? con la aparición de la personalidad.

¿?

La Semana Santa revive aquellas discusiones internas, ya casi mudas, destruidas por el convencimiento de la contradicción como cajón de/sastre en el que cabe todo. Bendita contradicción.

 

 

 

De la memoria

El que los canales de comunicación con los desdoblamientos del pasado estén constantemente abiertos es más que una cuestión de buena memoria. Loada por todos como un recurso útil, un arma poderosa que puede ser muy práctica en el campo de batalla, es una condena para aquellos que gozan de su presencia, la mayor parte de las veces involuntaria y siempre persistente. Pero no nos equivoquemos, me refiero a una memoria personal e individual, selectivamente autoflagelante, enemiga de las sonrisas y de los reposos, noctámbula por convicción y acierto. No es la memoria de León Gieco, es la memoria de los fallos inconscientes, o de los conscientes pero justificados, es el miedo que se reproduce, que nunca se va, que está contigo entre esas sábanas, que no se despeja, que vuelve con la fidelidad del perro abandonado.

 

¿Por qué me molesta lo que verdaderamente no me molesta sólo por el hecho de que los demás lo pueden ver como una afrenta?

 

 

 

un horizonte dinámico

un horizonte dinámico

Y todo eso ya lo sabía Sócrates, por lo menos...

Muchas veces me pregunto cuál es la razón del intenso amor que siento por los libros. Para comenzar, reafimar que he escrito amor sin dudarlo ni una tecla. Sí, se trata de un amor certero y absoluto, una verdad inmutable que me acompaña como un diablito en el hombro que me tira para casa cada vez que una conversación se hace demasiado plomiza. ¿De dónde? ¿de quién? ¿de quiénes? Supongo que el comienzo hay que buscarlo en el respeto que veneraba, y venero, a los que me rodeaban en mi niñez y primera adolescencia. Leían. ¿Y por qué los respetaba? Porque sabían, y yo quería saber, y lo quería porque idealizaba una vida de conocimientos, en la que las dudas no existen o, al menos están arrinconadas. Esta última reflexión me lleva a otra: a medida que lees más, más dudas surgen, pero son más, cómo decirlo, satisfactorias, por lo que se penetra en una enorme paradoja contradictoria: leo para no dudar y cuanto más leo más dudas tengo; leo para ser más feliz a través del conocimiento y soy feliz sabiendo que cada día sé más pero que nunca voy a saber de verdad. Y todo eso ya lo sabía Sócrates, por lo menos...

 

 

 

 

Reinventándonos

Asfixiado y harto de deambular por un laberinto tan desconocido como útil, comienzo (continúo) una nueva marcha en una galaxia de adopción. 

 

 

 

Entre mayo y junio, Hugo